“HOY PACIENCIA, MAÑANA INDEPENDENCIA”






El articulista y catedrático de Derecho Constitucional de la UAB, Francesc Carreras, recordaba en un articulo publicado en La Razón el 06 de abril de 2014, una anécdota que le ocurrió a finales de los años sesenta, aún bajo el régimen franquista, en una de aquellas manifestaciones multitudinarias a favor de la autonomía de Cataluña. Explicaba el autor que durante la manifestación, unos amigos de Convergencia le invitaron a unirse a ellos, lo que hizo con gusto, y le brindó la oportunidad de escuchar lo que al unísono coreaban: «Avui paciencia, demá independencia» (Hoy paciencia, mañana independencia).

Explicaba el autor que “en estos casi 35 años de autonomía he podido comprobar que no era ésta una frase inocua, un eslogan más, sino que resumía todo un programa de actuación: la autonomía era una estación de tránsito; la independencia, la estación terminal”

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En efecto, nadie dio mucha credibilidad a esa clase de consignas que desde el mundo nacionalista, en los albores de nuestra democracia, se coreaban en las manifestaciones, o a las advertencias que en la misma línea lanzaban los líderes nacionalistas. Alfonso Guerra, líder histórico del PSOE, y expresidente de la Comisión Constitucional del 78, más tarde diría: “Los nacionalistas dijeron en 1978 que tenían suficiente. Fuimos ingenuos”.

Muchos de aquellos nacionalistas catalanes que engordaban las filas de los partidos nacionalistas de CIU y ERC, habían sido antiguos líderes nacionalistas obligados al exilio durante la dictadura, y que al odio que ya se había engendrado en tiempos republicanos añadían el rencor de la derrota y un visible ánimo de revancha.

ERC se formaba con muchos de aquellos dirigentes que gobernaron la Generalitat al mando de Companys durante la guerra, y sobre los que se quejaba el presidente de la entonces II República Española, Manuel Azaña, explicando: "Mientras dicen privadamente que las cuestiones catalanistas han pasado a segundo término, que ahora nadie piensa en exaltar el catalanismo, la Generalidad asalta servicios y secuestra funciones del Estado, encaminándose a una separación de hecho". Manuel AzañaLa velada en Benicarló, 1937, en plena Guerra civil española.

Heribert Barrera, el líder de la nueva ERC que se formaba en democracia, llegaría a decir: “si para que Cataluña vaya bien España ha de ir mal, pues que vaya mal”.

Jordi Pujol declararía en el Pleno Parlamentario del 10 de junio de 1979, que "hay que cambiar no ya cuarenta años, sino quinientos años de la Historia de España”. Es decir, apuntaba a toda la historia de España como tal, desde la unión de todos sus reinos.

Ciertamente la Cataluña que había quedado tras la dictadura estaba completamente castellanizada, desde la lengua de uso cotidiano hasta el nombre de sus calles. Aquellos catalanes que volvían del exilio a su Cataluña natal se encontraban con tristeza que ya nadie hablaba catalán en las ramblas de Barcelona. El catalán había quedado relegado al ambiente familiar, íntimo, y su uso doméstico solo se observaba en pequeñas poblaciones rurales. Por tanto la idea compartida entre todos los políticos involucrados en la Transición fue la de crear estructuras legales e institucionales que reparasen aquella situación, para que los hechos identitarios de las regiones históricas volviesen a un estado de normalización.

Pero parece que existía una divergencia importante entre el alcance del proceso normalizador que los partidos estatales pretendían, frente al pretendido por los partidos nacionalistas vasco y catalán.

A día de hoy, nadie parece apreciar la valentía con que se aprobó la Constitución del 78, reconociendo nacionalidades y la oficialidad de las lenguas regionales, y produciendo un modelo autonómico que permitió la creación de autonomías y transferencias de competencias casi a demanda. Ni la sociedad catalana es consciente de que su Estatuto de Autonomía del 79, aún recortando el proyecto inicial propuesto por los nacionalistas, ofreció las mayores cuotas de autogobierno que Cataluña nunca antes había disfrutado desde el s. XVIII. Ambos fueron refrendados por una amplia mayoría de catalanes, en proporciones alrededor del 90% de los votos, de hecho fue Cataluña la comunidad de España donde la Constitución del 78 logró su mayor aceptación. Pero aquel espíritu conciliador y generoso de la Transición decayó pronto de nuevo bajo el yugo de las dinámicas del odio.

Un año más tarde de aprobar la Constitución del 78, se aprobaron los Estatutos autonómicos vasco y catalán, que se acogieron a la vía rápida de traspasos de competencias. En 1981 se traspasó a Cataluña la competencia en sanidad, y en 1983 ya tenía transferida la competencia en educación, tanto universitaria como no universitaria. Ese mismo año se aprobaría la primera Ley de Normalización Lingüística, que ya estuvo rodeada de polémica. La ley favorecía el catalán como lengua vehicular y única en los centros públicos de enseñanza catanales, lo que dio lugar a un manifiesto dos años antes que denunciaba la supuesta persecución del castellano por parte de la Generalitat, y fue respondido por otro denominado Crida a la Solidaritat en Defensa de la Llengua, la Cultura i la Nació Catalanes, que organizó una manifestación bajo el lema Som una nació, contra la ley estatal de educación, la LOAPA, en 1982.

En aquella Cataluña de los 80, en la que el castellano tenía todo el peso de lengua vehicular, la ley de Normalización se postuló como necesaria para implementar el catalán como lengua de uso común e integrador de la sociedad catalana. La ley fue impugnada por el PP, abandonando el marco meramente educativo para introducirse en el político. Y en 1994 el Tribunal Constitucional acabó dando la razón a la Generalitat, emitiendo una sentencia histórica que dio el visto bueno al papel del catalán como «centro de gravedad» de su sistema educativo, instando a esta a asegurarse que el castellano fuese igualmente aprendido. En diez años se pasó de un 9% de escuelas en catalán a más de un 75%.

Pero aquella ley que en un principio tenía todo su sentido para normalizar el catalán de nuevo en la vida social de Cataluña, se acabaría usando como sistema de adoctrinamiento nacionalista. La lengua dejaba el papel integrador postulado para usarse como elemento desintegrador de los catalanes con el resto del España, la historia dejaba de basarse en hechos reales para hacerlo en interpretaciones maliciosas, aireando una supuesta relación de dominio de España sobre Cataluña, y la geografía dejaba de observar toda la península para centrarse en los Países Catalanes, una invención apolítica del s. XIX que delimitaba los territorios de habla catalana.

El nacionalismo catalán no tardó en mostrar públicamente su lado más oscuro. En 1984, Pujol fue querellado por la fiscalía del Estado en el caso de Banca Catalana, por un supuesto delito de apropiación indebida entre otros. Ese mismo año, tras ganar con mayoría absoluta la Generalitat, Pujol aparecía ante una multitud gritando la “indigna jugada” que había realizado, a su juicio, el Gobierno central, añadiendo: “Hemos de ser capaces de hacer entender (…) que con Cataluña no se juega y que no vale el juego sucio. Sí, somos una nación, somos un pueblo, y con un
pueblo no se juega. En adelante, de ética y moral hablaremos nosotros». El líder socialista a la Generalitat sería insultado e increpado a la salida del parlament, perdiendo su carrera política, y el caso fue finalmente paralizado. Fue aquí cuando por vez primera se constataba el enorme poder de movilización social que había adquirido el nacionalismo y el peligro que ya implicaba para el Estado.

Pasarían muchos años hasta que los catalanes fuesen conscientes del grado de corrupción con el que Pujol, junto con el resto de su partido, CIU, había gobernado Cataluña. Todo un periodo en el que convertiría a Cataluña en arma arrojadiza contra el Estado, y en el que parte de la sociedad catalana se habría apartado de España para siempre.

En 1989, dos meses después de la caída del muro de Berlín, se aprobaba en el Parlament la proposición no de ley que afirmaba que la aceptación del «marco constitucional no implica la renuncia del pueblo catalán a la autodeterminación». Y ante la impotencia de los partidos políticos estatales, en 1990 el diario El País daba a conocer un documento interno de CIU, que establecía las bases para la infiltración nacionalista en todos los ámbitos sociales de Cataluña. Planificaba la reorganización del “cuerpo de inspectores de forma que vigilen la correcta cumplimentación de la normativa sobre la catalanización de la enseñanza", "introducir gente nacionalista (...) en todos los puestos claves de los medios de comunicación" e "incidir sobre la administración de justicia y orden público con criterios nacionales", entre otras muchas otras actuaciones. Se procedía a transformar toda la vida pública de Cataluña bajo los criterios nacionales del catalanismo político. 

Desde entonces las sinergias del nacionalismo llevaron a sus líderes a apostar cada vez por mayor grado de soberanismo, y a la vez, los partidos estatales encontraron en CIU el apoyo necesario para sus investiduras, a cambio de otorgar paulatinamente a la Generalitat mayor grado de autogobierno y concesiones, sin importarles el distanciamiento que su política estaba provocando en la sociedad catalana. Y el pueblo catalán, bien por coincidencia ideológica, o bien por la idea de que esto repercutiría en mayores beneficios para Cataluña, fue dando el poder de la Generalitat a aquellos que más capacidad de autogobierno exigían al Estado.

El Gobierno de González del 93, cedió el 15 por ciento del IRPF a las comunidades autónomas para obtener el apoyo de CIU, y Aznar en el 96, firmó el Pacto del Majestic, que implicó el mayor número de concesiones que se había dado a Cataluña en democracia. Le propició un nuevo, y mucho más ventajoso, sistema de financiación autonómico y también se realizaron importantes transferencias de competencias a la Generalitat, destacando competencias en tráfico, justicia, educación, agricultura, cultura, farmacias, empleo, puertos…. además de incrementar las inversiones del estado en Cataluña entre 1999 y 2004 una media del 33,32% anual.

En contra de la opinión generalizada del nacionalismo catalán, que culpa al supuesto carisma autoritario y centralizador de los gobiernos del PP del aumento del secesionismo en Cataluña, este partido, además de invitar a los convergentes a formar gobierno conjunto en sus dos primeras legislaturas, produjo el mayor grado de descentralización administrativa en democracia. Se puso la mayoría de los servicios públicos en manos de las autonomías, propiciando su gestión a través de empresas privadas, lo que entre otras cosas ha sido culpable de la corrupción de la vida pública española.

En 1998 se aprobaba la Ley de Política Lingüística, por la que se extendía la inmersión lingüística a todo el territorio de Cataluña. Fue duramente contestada por el gobierno y por los medios de comunicación conservadores, que de nuevo denunciaban la «persecución» del castellano en Cataluña. La respuesta fue la Declaración de Barcelona firmada conjuntamente por CiU, PNV y BNG en la que se defendían los «derechos nacionales» de Cataluña, País Vasco y Galicia. La ley no fue recurrida entonces por el PP, era la época en la que Aznar hablaba catalán en la intimidad de Moncloa.

Más tarde, la completación del plan de transferencias en el resto de autonomías en el año 2000, homogeneizándolas con las comunidades históricas, provocaría la demanda en estas últimas de una segunda oleada descentralizadora. La intervención de España en la Guerra del Golfo propició el ascenso electoral de los republicanos independentistas de ERC en 2003, que les permitirían gobernar Cataluña dentro del Tripartito, junto a PSC e ICV, durante 8 años consecutivos.

Primero País Vasco, y después Cataluña, aprobaron sus nuevos estatutos de autogobierno. En 2004 el parlamento vasco aprobaba un estatuto que reclamaba el derecho de autodeterminación, y en 2006 se aprobaba el catalán, especificando en su preámbulo que Cataluña era una nación, y entre otras cosas, obligando al Estado a hacer una inversión en infraestructuras en su territorio equivalente al porcentaje que ocupaba dentro del PIB español.

El Tripartito había intensificado aún más el proceso de catalanización ya iniciado por CIU. El primer gobierno del Tripartito de 2003, condicionado por el enorme ascenso electoral de los republicanos catalanistas (ERC), exigían para formar gobierno una nueva financiación autonómica y un nuevo Estatuto de autonomía. Un año más tarde, Zapatero obtendría la presidencia de España asegurando que Cataluña obtendría cualquier Estatuto que votasen los catalanes.

En 8 años de Tripartito se realizó una extensa labor para catalanizar Cataluña, que fue desde la obligación de roturar en catalán en todos los negocios, pasando por tratar de implantar cuotas de lengua catalana en cines y teatros hasta la prohibición de los toros con el segundo gobierno tripartito.

La estrategia de oposición del PP, con la vista puesta en las elecciones autonómicas andaluzas, fue la de recabar los votos más conservadores impugnando artículos de un Estatuto de autonomía catalán que, varios de ellos, habían sido aprobados por el mismo partido en los estatutos de otras comunidades. Recogió más de 4 millones de firmas por toda España contra él, e imágenes de personas explicando que “recogían firmas contra los catalanes” aparecían en los medios de toda España. Un Estatuto de autonomía que en 2006 apenas se molestó en votar el 50%  del censo catalán, y que siquiera llegó a recabar la aprobación del 35% de este, tras su derogación por el Tribunal Constitucional en 2010, se convertía en el principal motivo de agravio contra Cataluña para justificar su deseo de independencia.

El partido nacionalista conservador de CIU ganaría las elecciones autonómicas de 2010, ya con “el derecho a decidir” en su programa. El programa era prudente y solo hablaba de “nación” y de un concierto fiscal con el Estado, ya en plena crisis económica. Pero su presidente, Artur Mas, reconoció en un programa de TVE que en el hipotético caso de que se produjese un referéndum votaría por la independencia, aunque aclaró que nunca realizaría algo que dividiese a los catalanes.

Con la impugnación del Estatut, se impugnaba igualmente la Ley de Inmersión introducida en este. El fallo del Constitucional ahora informaba sobre una realidad distinta a aquella con la que se pronunció al respecto en 1994. El catalán estaba actualmente completamente normalizado mientras el castellano se continuaba discriminando en el sistema educativo catalán. El Tribunal cuestionaba la inmersión, y en sus sentencias del 2010 pidió la «reintroducción» del castellano como lengua vehicular en todos los cursos, con el matiz de que correspondía a la Generalitat fijar el porcentaje «dado el estado de normalización lingüística alcanzado». Esto provocó toda una respuesta de rebeldía contra la sentencia por parte de la Generalitat, oponiéndose a cambiar un ápice del modelo de inmersión, y desafiando al Estado contra la introducción de cualquier nueva ley educativa o prueba evaluatoria.

Un año más tarde de la victoria de CIU en las autonómicas, ganaban las elecciones generales de 2011, con mayoría absoluta, el partido del PP, con Mariano Rajoy a la cabeza del ejecutivo, y las posibilidades de pacto fiscal se esfumaban para la Generalitat. Muy al contrario, se la exigía ejecutar un austero plan de recortes, siendo la comunidad autónoma más endeudada tras el derroche de gasto producido por el Tripartito en las dos legislaturas anteriores.

En esa tesitura, ese mismo año del 2011, CIU, con Artur Mas a la cabeza, y en uno de los momentos más críticos de las crisis económica española, da un giro político hacia el independentismo, apostando por la autodeterminación de Cataluña, por “crear estructuras de Estado” y por un pacto fiscal para Cataluña que implicase una relación bilateral con el Estado.

La celebración de la Diada en septiembre de 2012 ya se presenta como una manifestación independentista y una demostración de fuerza contra el Estado, a la que todo el aparato de propaganda y logística de la Generalitat dedica sus esfuerzos. Se anima a todos los catalanes, independentistas o no, a acudir a la manifestación en Barcelona, enervando a la población con la idea de que Cataluña se encontraba en una situación crítica. Se fletaron cientos de autobuses desde toda Cataluña. La manifestación por la independencia había reunido en Barcelona a un millón y medio de personas según datos de la Generalitat.

Tras la celebración de aquella Diada se adelantaron a ese mismo año las elecciones al parlamento de Cataluña. En contra de lo que esperaban, CIU perdió 12 escaños que pasarían a los independentistas históricos de ERC, mientras los escaños de partidos no soberanistas no se movieron de cómo estaban.

Desde entonces, cada Diada se ha convertido en una demostración de fuerza independentista, todas promovidas abiertamente por la Generalitat y las muchas asociaciones nacionalistas subvencionadas por ella. Se han producido una consulta ilegal, otras elecciones autonómicas presentadas como un plebiscito sobre la secesión, y ahora, para seguir manteniendo bajo su poder la Generalitat, todos los partidos nacionalistas de izquierdas y derechas se han tenido que unir en un extraño cóctel que depende además del apoyo de un grupo antisistema, y de nuevo se pretende un referéndum ilegal para octubre de 2017, como recientemente ha anunciado el actual presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont. El nacionalismo catalán ahora es independentista y la sociedad catalana ya esta dividida en dos mitades que parece no quieren modificar sus cuotas de apoyo a cada una de las alternativas de si o no a la independencia.

La Generalitat lleva desde 2012 usando todo un aparato de propaganda que parece seguir principios Goebbelianos en los peores episodios del s. XX. Impunemente se tergiversa la historia, geografía y los datos económicos desde instituciones catalanas, centros educativos y toda una amalgama de asociaciones afines para convencer a la sociedad catalana de ser algo distinto, una nación, que tiene un enemigo único y homogéneo, España. La sucesión de ideas para mantener enervada a la sociedad es voraz, desde el “Espanya ens Roba”, pasando por la presentación de la causa como respaldada internacionalmente, para que cuando los hechos dejan de corroborar los argumentos ya hay una nueva idea: ahora la legitimidad está en la necesidad de “la democracia”.

Pero hecho de poner urnas y votar no es algo virtuoso de por sí, si no se ajusta a un marco que especifique que se puede votar y que no, a una legalidad. Se puede votar por mayoría democrática exterminar un grupo poblacional, y el hecho de haberlo votado no lo hace virtuoso. Y del mismo modo, el hecho de que los catalanes voten por la pertenencia a o no de Cataluña a España, implica asumir que Cataluña pertenece a esta generación de Catalanes, algo que para el resto de españoles no esta justificado.

Uno de los grandes triunfos del nacionalismo catalán ha sido la habilidad para homogeneizar a los distintos pueblos españoles, con identidades tan diversas como las de gallegos, valencianos, vascos, andaluces o castellanos, bajo el nombre de españoles, sacando arbitrariamente a los catalanes del término. No responde a lógica alguna, pero actualmente la mayoría de españoles fuera de Cataluña hablan de la misma manera, separando a españoles y catalanes, como si estos últimos fuesen ya algo ajeno a ellos.

La realidad es que, sin ser conscientes de ello, posiblemente siquiera los propios catalanes, mucho antes de la derogación estatutaria por el TC en 2010, buena parte de la sociedad catalana ya no se sentía parte de España. Como explicaba Luis Moreno, profesor de Investigación del CSIC, el nacionalismo político sabía que a mayor número de ciudadanos que se sientan “solo catalanes”, mayor sería el rédito electoral para sus partidos. Si según el CIS, en 1985 solo un 9% de la población catalana se sentía solo catalán, y el 47% tan catalán como español, en 2009 los porcentajes variaban al 19,1% y 42,7% respectivamente según el CEO (CIS catalán), y en 2013, una vez había estallado la crisis con toda su virulencia, estos ya eran del 31% y 33% respectivamente.

El proceso soberanista catalán no comenzó en 2012, en respuesta a la derogación del Estatut o por supuestas políticas recentralizadotas del gobierno del PP, sino desde los mismos albores de la democracia en la que se ha cambiado por completo a la sociedad catalana bajo la doctrina del nacionalismo.

El mismo Jordi Pujol daba recientemente las claves de este proceso soberanista que el mismo llevó a cabo durante sus 23 años al mandato en la Generalitat. Respondía a un e-mail enviado por Roberto Giménez, periodista de Crónica, con estas palabras:

“(…) verá que soy consciente que es muy difícil conseguir la independencia. Si no fuera porque no hay nada imposible (la Historia lo demuestra), podríamos decir que es inviable. Lo malo es que las condiciones que se imponen a Cataluña desde hace unos años también la hacen inviable. Entiéndame: inviable como identidad, como sociedad cohesionada, como país consistente y capaz de integrar a su población, como economía moderna y capaz de crear un buen Estado del Bienestar. (…) O sea, usted tiene razón. Pero es una razón que hoy nos llevaría a lo que nos dice gente importante de Madrid: "Dentro de dos generaciones habréis desaparecido"”. 

Este temor de Pujol a desaparecer como identidad y sociedad cohesionada, para justificar la independencia, es el aspecto más sensible que separa, no solo a catalanes del resto de españoles, sino a los mismos catalanes entre sí.

Cohesionar Cataluña no puede hacerse mediante la erradicación del castellano y su historia dentro de España como se ha hecho. Esto es una equivocación, una falta a la realidad propia de regímenes fascistas. Cataluña siempre fue española, y como tal comparte su lengua, sus costumbres y su historia, y no pueden eliminar esto como ahora han tratado de hacerlo. Eso no solo no cohesionará su sociedad, la romperá, como ya lo ha hecho, además de disgregarla del resto de sus compatriotas españoles.

Puede ser que haya españoles que renieguen de las identidades regionales, pero no son más que una minoría. España ya no es la misma que aquella del régimen, y ha demostrado estar lejos de la sombría pretensión de hacer desaparecer los hechos identitarios de sus regiones. Pocos son hoy los españoles que puedan entender una España sin las diferencias de sus pueblos, pues forman parte de nuestra vida cotidiana.



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